Pero algunos prefieren borrar identidades y discutir gramática. Quien borra palabras, borra personas.

*Imágen generada con IA.
El pasado 7 de octubre, el Congreso del Estado de Chihuahua aprobó una reforma al artículo 8º de la Ley de Educación del Estado de Chihuahua, mediante la cual se prohíbe el uso del lenguaje inclusivo en la educación primaria. Aunque el texto legal intenta matizar la disposición, en esencia se trata de una prohibición. Los legisladores que promovieron la iniciativa no tardaron en celebrar con entusiasmo lo que consideraron un logro. En redes sociales, varios sectores se sumaron a la celebración, viendo en esta medida una reivindicación del español, sin detenerse a reflexionar sobre el porqué y el para qué del lenguaje inclusivo. Hay quienes parecen más preocupados por el “uso correcto del idioma” que por atender los problemas reales que afectan a la sociedad.
En la biblioteca del sitio web del Congreso del Estado pueden encontrarse múltiples iniciativas que esperan ser dictaminadas y discutidas, muchas de ellas relacionadas con temas de auténtica relevancia social y que merecerían más atención legislativa que la que se dedica a prohibir palabras. Por citar solo algunas: el Asunto 1077 trata sobre la salud mental de los adultos mayores; el Asunto 1073 busca reconocer como agravante del delito de feminicidio cuando la víctima sea una mujer migrante; el Asunto 1062 propone la capacitación en igualdad de género para servidores públicos; el Asunto 1059 impulsa la inclusión laboral y educativa de personas con discapacidad; el Asunto 1045 se refiere al cumplimiento de recomendaciones de la Comisión Estatal de Derechos Humanos; y el Asunto 1066 propone la integración del Fondo Estatal de Bienestar Animal.
Estas iniciativas, entre muchas otras, esperan turno en la agenda legislativa. Mientras tanto, el Congreso de Chihuahua dedica su tiempo a discutir y aprobar prohibiciones lingüísticas, en lugar de atender asuntos que podrían mejorar de forma concreta la vida de miles de personas. El problema no es el idioma, sino las prioridades. El lenguaje inclusivo no empobrece el español, lo enriquece al reconocer la diversidad de quienes lo hablan. Prohibirlo no protege la lengua, solo evidencia el miedo a una sociedad más justa y consciente.
Si quien promovió la iniciativa y, en su caso, quien la dictaminó, se hubiera dado el tiempo de investigar los porqués y para qué del lenguaje inclusivo, hubiera sabido que este no surge de un capricho ni de una moda, sino de una necesidad social y lingüística de visibilizar a todas las personas. El lenguaje no solo describe la realidad, sino que también la construye. Al usar el masculino como genérico, se perpetúa la idea de que los hombres representan a toda la humanidad, dejando fuera a mujeres, personas no binarias y otros grupos históricamente marginados. Diversos organismos internacionales, como ONU Mujeres, han señalado que adoptar un lenguaje con sensibilidad de género es una forma de promover la igualdad y combatir los sesgos culturales, pues la manera en que hablamos moldea nuestras percepciones y relaciones sociales.
Asimismo, la investigación científica ha demostrado que las actitudes hacia el lenguaje inclusivo están estrechamente vinculadas con los valores y creencias sobre la igualdad. Estudios en psicología del lenguaje muestran que quienes rechazan su uso suelen mantener posturas más tradicionales sobre los roles de género, mientras que la exposición y el uso frecuente del lenguaje inclusivo tienden a generar mayor apertura y empatía social. En América Latina, la lingüística contemporánea reconoce que el lenguaje inclusivo representa un esfuerzo por adaptar el idioma a las transformaciones culturales de nuestro tiempo, integrando principios de respeto, reconocimiento y equidad. Lejos de empobrecer el español, lo enriquece al hacerlo más representativo de la diversidad humana.
Los porqués del lenguaje inclusivo se encuentran en la necesidad de nombrar a quienes históricamente han sido excluidos del discurso público y educativo. Durante siglos, el español, como muchas lenguas, ha utilizado el masculino genérico (“los ciudadanos”, “los alumnos”, “los trabajadores”) como supuesto término neutro, pero este uso ha contribuido a reforzar la invisibilidad de las mujeres y de las identidades no binarias. El lenguaje inclusivo surge, por tanto, como una respuesta política, ética y lingüística frente a esta exclusión. Su propósito no es cambiar el idioma arbitrariamente, sino revisar críticamente las estructuras lingüísticas que reproducen desigualdad. Como señalan investigaciones en sociolingüística y estudios de género, nombrar es reconocer: aquello que no se nombra tiende a permanecer fuera de la conciencia colectiva y, en consecuencia, fuera de las políticas públicas, la justicia y la representación.
Los para qués del lenguaje inclusivo se relacionan con la construcción de una sociedad más equitativa, empática y consciente. El objetivo es garantizar que todas las personas se vean reflejadas en el lenguaje y, por tanto, en el imaginario social que este genera. Su uso en la educación, los medios y las instituciones busca fomentar la igualdad de género, la inclusión y el respeto por la diversidad. Además, contribuye a cuestionar los sesgos culturales que se transmiten de manera inconsciente a través de la lengua. En el ámbito educativo, enseñar desde una perspectiva inclusiva ayuda a formar ciudadanías más críticas y sensibles a las diferencias, lo que repercute en una convivencia más justa. En síntesis, el lenguaje inclusivo no pretende imponer nuevas reglas gramaticales, sino promover nuevas formas de pensar y relacionarnos, donde el respeto, la visibilidad y la dignidad sean principios centrales del diálogo social.
Pero en el Congreso del Estado de Chihuahua parece más urgente “reivindicar al español” que atender los verdaderos porqués y para qués del lenguaje inclusivo. Mientras se celebra la prohibición de su uso en las aulas, permanecen sin dictaminar iniciativas que abordan temas de profunda relevancia social y humana. Es más urgente, al parecer, debatir sobre palabras que garantizar el derecho a la salud mental de las personas adultas mayores (Asunto 1077), reconocer la gravedad del feminicidio cuando la víctima es una mujer migrante (Asunto 1073), promover la capacitación en igualdad de género para servidores públicos (Asunto 1062) o impulsar la inclusión educativa y laboral de las personas con discapacidad (Asunto 1059). También siguen esperando atención las propuestas para asegurar el cumplimiento de las recomendaciones de la Comisión Estatal de Derechos Humanos (Asunto 1045) y para fortalecer el bienestar animal mediante la integración de un fondo estatal (Asunto 1066). En un contexto donde la desigualdad, la violencia y la exclusión siguen marcando la realidad cotidiana, el Congreso elige mirar hacia otro lado, ocupando su tiempo en discutir cómo hablar, en lugar de cómo garantizar derechos.
No señalo a todas las personas legisladoras, desde luego hubo quienes señalaron lo absurdo del tema y cuestionaron la pertinencia de discutirlo en un momento en que existen asuntos de mayor relevancia. Sin embargo, el hecho de que la propuesta haya prosperado revela una tendencia preocupante: la de priorizar lo simbólico sobre lo sustancial, lo mediático sobre lo humano. Es el reflejo de un ejercicio legislativo que, en lugar de abrir espacios para el diálogo informado, prefiere alimentar polémicas estériles que poco o nada aportan al bienestar social. Mientras tanto, las problemáticas que realmente demandan atención continúan esperando en silencio, fuera del foco político, en una sociedad que necesita soluciones, no prohibiciones.
Y dado que se fomenta el “uso correcto del español”, usemoslo correctamente: se necesita ser bastante obtuso para no ver lo urgente de los temas relacionados con la seguridad, la justicia y los derechos humanos. Obtuso, según la Real Academia Española, describe a quien tiene el entendimiento torpe o cerrado, a quien se resiste a comprender aquello que resulta evidente. Y es precisamente esa obstinación intelectual, esa negativa a mirar más allá de las formas, la que mantiene a nuestro Congreso discutiendo sobre palabras mientras la realidad, con toda su crudeza, sigue exigiendo acciones concretas y políticas públicas que respondan a las verdaderas necesidades de la gente.
